
Miró a traves de la desvencijada persiana y presagió la cercana llegada del temporal. Hacía dos años que habitaba esa casa vieja, ubicada al borde del fin del mundo. Su vecino más próximo estaba a dos kilómetros de distancia. En esos dos años aprendió a interpretar las señales de la naturaleza. Sin embargo, ese día sentía algo extraño en el aire que respiraba. No era sólo la lluvia que se avecinaba en un par de horas o el viento intempestivo golpeando frenéticamente las hojas del naranjo.
Desde que abrió sus ojos esa mañana, lo sintió. "Hoy no es un día cualquiera, algo pasará".
Llegó a ese pueblo huyendo de las maldiciones que corrían hacia ella. Se sentía maldita, en el peor término de la palabra. A sus 13 años ya reconoció en ella esa dificultad, significada con el correr de los años y la experiencia acumulada, como maldición. La llamaba "La maldición de las mujeres solas".
Solía discurrir cotidianamente con sus fantasmas nocturnos, dogmatizando sobre este encantamiento negativo, un conjuro ancestral que recaía sobre ella, vaya a saber por qué razón o causa que desconocía. Hasta sus 13 sólo había sentido amor por un único hombre, pero éste había desaparecido de su vida dejándola desprotegida y a la intemperie en cuestiones emocionales. Pudo reconocer ese instante como el inicio de todo, como el preludio de su infortunio. El infortunio de reconocerse incapaz de sentir amor, imposibilitada de amar genuinamente.
Lo intentaba por todos los medios: se levantaba cada mañana proponiéndose sentir más que afecto por la persona que tenía a su lado, sus pensamientos se convertían en lemas para su vida, procuraba hacer fuerzas desde sus entrañas creyendo que el amor aparecería desde lo recóndito de su alma. Se decía a sí misma, "ahora sí, con él puede ocurrir el milagro". Pero nada, nada funcionaba.
Un día, hastiada de tanto intentar, logró resignarse y creer que el amor en realidad era eso... simplemente eso. Esa sensación insípida y desabrida que queda luego de un par de meses, ese acostumbramiento nefasto que tanto destestaba.
Nunca olvida el día en que agarró su estropeado ford, tras un nuevo desencanto y una nueva confirmación de su maldición. Sólo ansiaba manejar tierra adentro para olvidarse entre desconocidos, para alejarse lo más posible de las ataduras de su ciudad.
Se enojaba al pensar que debió atravesar miles de kilométros para encontrar la paz que no tenía entre sus afectos. La paz que le devolvió esa casa vieja y destartalada, ese lugar remoto que la reencontró con su más íntima y forastera de sus miradas. Entre desconocidos y en soledad aprendió que no existen maldiciones o conjuros que imposibiliten sentir y dar amor, sino que simplemente para poder amar era necesario estar dispuesta a dejar las armaduras al costado del camino... Tenía la convicción de que se enfrentaría ante una empresa enrevesada para llevar a cabo. Pero de todos modos estaba dispuesta a correr los riesgos que implicaba sentirse vulnerable y feliz al mismo tiempo...
Esa mañana mientras divisaba la tormenta que se aproximaba, tuvo la certeza de que algo nuevo iría a ocurrir en ese lugar de almas solitarias.
Un golpe en su puerta la despabiló de sus cavilaciones, era imprevisto cualquier visita ante semejante temporal. Desde su desvencijada persiana logró ver el costado de un hombre envuelto en lluvia...