
Clara, como no podía ser de otra manera, pensaba que las palabras se encontraban en claro proceso de sinsentido, que rápidamente se convertían en "buen día", en moneda corriente. Creía que ya no se las usaba responsablemente, que nadie tenía un mínimo de respeto por ellas, pobres y ajadas palabras. De un momento a otro carecían de efecto en quien las decía y en quien las recibía.
Clara, no creía en la perdurabilidad de nada, mucho menos en lo dicho... en lo que el viento se encargaba prodigiosamente de desperdigar y transportar hacia cualquier destino.
Tenía la plena convicción de que eran simples significantes vacíos de contenido, vaciados de significado.
Clara nunca se había enamorado, y era una certeza que la acompañaba paso a paso. La certeza psicótica que no le permitía disfrutar, que la hacía sentir diferente. Quizá no era una persona capaz de dar y recibir amor. Sabía que había usado muchas veces las palabras de modo irresponsable, para responder de la misma manera, para rellenar conversaciones, para hacer sentir bien al otro, para tratar de convencerse de que era amor... en fin, para todos los usos y funciones en que suelen incorporarse.
Sin embargo, algo pasó.
Un descreido reconoce al instante el miedo de lo inesperado, de lo nuevo.
Clara nunca se había enamorado, hasta ese momento... en que se reconoció temerosa ante las palabras. Ese momento en el que se miró al espejo y dejó de ver el reflejo de su certeza, para comenzar a vislumbrarse entre sus palabras que peleaban por nacer.
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